¿Legalizar las drogas para acabar con el narcotráfico?
SÍ
Respondo, además, a la pregunta con un indisimulado gesto de hastío, resignación y hasta irritación. No puedo convertir este articulillo en algo a mitad de estrada entre la guía de teléfonos y el Gotha de la intelligentsia.
Siempre se han consumido drogas y siempre, pónganse los políticos —metidos a telepredicadores— como se pongan, seguirán consumiéndose e inventándose o reinventándose. Está también eso en la naturaleza humana. Es así, y punto. Lo es en todos los ámbitos: el del ocio y el negocio, el de la religión, el de la cultura, el de la ciencia, el de la convivencia, el de los usos y costumbres… El de la historia universal, en definitiva. ¡Entérense, por Dios, los políticos de algo tan simple como eso o, si sus luces no dan para tanto, pasen una temporadita en Salamanca!
¿En Salamanca? No, no, mejor en Amsterdam, donde quizá sus colegas holandeses —holandeses, no sudaneses, ni ugandeses, ni latinobananeros— se avengan a informarles de cómo, en su país, tras varias décadas de antiprohibicionismo, han caído en picado el consumo de drogas duras y blandas, la incidencia de las enfermedades —sida, hepatitis, sobredosis, adulteración y demás— con ellas relacionadas y, por supuesto, los índices de criminalidad.Si yo fuere rey del mundo o, por lo menos, presidente de los Estados Unidos, resolvería el problema del narcotráfico en cinco minutos: los necesarios para promulgar, urbi et orbi, la legalización general de todas las drogas, menos una: el tabaco. Y eso, lo último, por ser éste la única que perjudica no sólo al usuario, sino también a su vecino. Se trata de un problema moral y no, únicamente, sanitario: sabido es que la libertad del ciudadano termina donde empieza la libertad del prójimo.
Comprar drogas es hoy tan sencillo, en cualquier país del mundo, como comprar la prensa en el quiosco de la esquina. Normalicen los políticos en sus políticas lo que normal es en la calle. ¡Pésima ley, decía el emperador Adriano, la que muchos, a menudo, infringen!
Y si no son capaces de dar ese paso —el de la legalización, aunque mejor aún sería la liberalización— por mera racionalidad y en nombre del sentido común, y del común sentir, háganlo al menos por compasión. Sin ella, el gobernante se convierte en déspota del mismo modo que el Estado se transforma, abusivamente, en papá cada vez que nos echa sermones y mete las narices en nuestra vida privada. Inútil es, tal como van los tiempos, y por eso no lo hago, invocar el libre albedrío. Ese bien supremo nada importa a los liberticidas que nos gobiernan.
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